jueves, 17 de septiembre de 2009

Un cuento de vida-ficción

Sin ton ni son escribía frases en su libreta, como cada mañana en el autobús, sólo que aquella parecía aún más loca que de costumbre. Había salido de casa sin peinarse, su falta de cuidado se hacía cada vez más evidente, los puños de la camisa era dos tonos más oscuros que el resto, pero sus ojos brillaban más que nunca, su mirada rozaba el delirio. Ni si quiera había parado reparo en que aún llevaba las zapatillas de andar por casa.

Había dos filas vacías a su alrededor, pero ella no veía ni el sillón de delante, estaba demasiado embebida en sus ideas; sólo hacía que reír, reír y escribir, y parecía realmente divertido lo que estaba pasando por su cabeza.
Yo estaba en la zona lunar, allí todo flota, así me ahorraba aguantar el peso de la mochila, aunque de buena gana habría cruzado la barrera de ancianas que, situadas en el espacio sin edad, me separaban de Alma (hace unos días conseguí ver su nombre en la cochambrosa etiqueta que pendía del bolsillo de su camisa); imposible, pese a su inestabilidad es increíble la fuerza que hacen cuando alguien quiere pasar cerca de la puerta de salida, zona intermedia entre las sillas de estudiantes del espíritu y el espacio sin edad.

No paraba de mirarla con la esperanza de que levantara la vista hasta mi y reconociera mi corazón, sintiera la pasión que tengo por ella. Todavía quedaba media hora de viaje, así que no perdí la esperanza, sólo la miraba; ojalá pudiera encender el ordenador que llevaba en la mochila para leer las palabras que se escapaban de su circuito neuronal, pero si lo encendía el sistema entraría en colapso de inmediato, estaba completamente prohibido hacer ese tipo de investigación fuera de los espacios de estudio, y ya se había encargado el gobierno de equipar toda la ciudad para que sólo ellos pudieran controlar lo que pensamos. Todavía no estaba dispuesta a perder el trabajo de dos años por saber lo que pensaba, aunque estaba siguiendo un camino de delirio parecido al suyo, quizás unos días más...

Pero no dio tiempo ni de acabar el viaje, un policía entró por el techo del autobús y se la llevó a estirones; hizo caso omiso a sus risas y se la llevó en volandas por la carretera, flotando sobre sus soportes magnéticos. Me quedé embobada mirando como desaparecía por la siguiente curva y así hasta que llegamos a la parada. Los empujones del resto de estudiantes de la zona lunar me sacaron del autobús sin que yo hubiera entrado aún en razón. Una vez parada allí, en medio del bosque que rodeaba la universidad las gotas de lo que avisaba ser una tormenta me devolvieron el sentido, y entonces recordé que su libreta había quedado tirada en el suelo después del incidente. Corrí por la carretera, por allí sólo pasaba el autobús, y lo hacía una vez cada hora, así que no podía esperar tanto tiempo. Por suerte la estación siguiente era el final del trayecto; en diez minutos llegué, y allí estaba el autobús, y claro, nadie hoy en día toca nada de alguien que se considera loco. La superstición es la enfermedad del siglo 34, pero a mi ya me daba igual; si enloquecer era ser como ella, quizás estaba dispuesta a serlo. Entré el autobús y sin duda, encontré su libreta. Devoré las páginas desde el principio, y a cada línea en mi cara se dibujaba una sonrisa más grande, cada vez tenía más ganas de reír, a cada palabra era un poco más feliz.
Nunca pensé que podía existir un mundo así, donde la gente paga con sonrisas, y uno es más rico cuantas más sonrisas arranque. Donde los niños miran con dulzura y son felices sólo por vivir, y los adultos no tienen envidia ni avaricia, y viven para hacer más dichosos a los demás. Entonces empecé a escribir en mi libreta, cerré mis ojos y vi a mi medio limón, que me hacía más feliz de lo que se puede cuantificar, y vi la prosperidad de mi familia, y vi las sonrisas de mis amigos, y vi tanta bondad que no pude dejar de reír, a carcajadas tan grandes que desencajaban mi mandíbula; no sé cuanto tiempo estuve allí, cuanto tiempo fui feliz, pero en algún momento un policía vino a buscarme y me llevó en volandas...

Pobres desgraciadas, no saben que la felicidad no existe, y míralas ahora, con las mentes apagadas para que no puedan imaginar más; esta ciudad se está volviendo loca - le dijo el teniente al policía al acabar la jornada -. Buen trabajo.

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